jueves, 11 de febrero de 2010

2 CUENTOS DE LUIS RICARDO SOLORZANO (Escrtitor Reformense)

LOS VENADITOS DE ALTAMIRA

Cuento

Luís Ricardo Solórzano Ochoa

El cerro Sacuchúm es un encumbrado ramal de la Sierra Madre, que con su imperturbable altura divide el montañoso y panorámico altiplano de San Marcos, con la verde costa sur. Este maravilloso cerro resguarda en sus prominentes latitudes, aromáticos bosques de coniferas: cipreses, pinabetes, pinos abetos; hospeda también frondosos bosques nubosos.



En estos escarchados montes, atravesados por cristalinos arroyos, habitaban hace años manadas de venados; los esquivos ciervos cola blanca, también llamados ciervos de Virginia. Moran en toda la América del norte y Centroamérica. El color blanco, que adorna su cola es la causa de su común nombre. Estos fotogénicos y nobles cuadrúpedos vivían felices en este entorno montañoso, en donde se aspira el fresco verdor de la naturaleza, frondosa vegetación, por donde se esparce el melodioso gorjeo de cantarinas aves. Empinadas montañas que se adornan con multicolores y juguetonas mariposas y con bellos ejemplares de la flora y fauna de Guatemala. En el transcurso de la mañana los venados bajaban al arroyo a beber agua. Las hembras lucían primorosas, exhibiendo sus blancos lunares en su acanelado pelaje, mientras los machos orgullosos presumían sus originales astas,











Con el paso de los años, el hombre ha estado invadiendo estas montañas , mientras que otros, rifles en mano, ayudados por una jauría de perros cazadores han perseguido con feroz encono a estos pacíficos ciervos, concibiendo la ,matanza de venaditos como su afición favorita. De manera que la población de ciervos cola blanca en las montañas de Sacuchum, ha ido desvaneciéndose gradualmente. Afortunadamente aun rondan por estos lares unos cuantos espécimenes. Algunas fincas cafetaleras, han tomado providencias para su conservación y evitar su extinción sin embargo furtivamente y bajo el amparo de pobladores locales; cazadores ávidos de sangre, disfrutan matando a estos desamparados y salvajes rumiantes.



Capitulo II



En un tupido bosque, con aroma de flores silvestres, acomodado en una extensión de una caballería, llamada Altamira; propiedad de la finca La Igualdad, moraba una pareja de venaditos cola blanca. Todas las mañanas se apostaban en un elevado alcor, contemplaban con sus avisados ojos la sonrosada aurora; con el regio cerro Sacuchúm al fondo, La pareja de venados brindaba una estampa, propia para una litografía de calendario. Constituían un arrobador retrato de la naturaleza en todo su esplendor. En el diáfano cielo celeste, los nacientes rayos solares, matizaban de etéreo color naranja las crestas de las azules montañas; los pinabetes sacudían de sus ramas las frescas gotas de rocío. En la mas alta rama de un empinado roble, dos juguetonas ardillas recolectaban bellotas; el continuo y melodioso trino de pajarillos vivificaba toda la floresta; cada pajarillo saludaba el nuevo día con su armoniosa tonadilla. Era un amanecer propio del Olimpo. Un viejecito campesino que madrugaba todos los días a traer leña, permaneció estático, asombrado y emocionado contempló la pareja de venaditos que adornaban el paisaje. En su áspero rostro, curtido por muchas jornadas de sol, por años de arduo trabajo; en donde penas y necesidades habían dejado indelebles surcos, cobró de pronto una complaciente sonrisa y en sus fatigados ojos se vieron destellos de admiración. Entonces, susurró: solamente por admirar estas bellezas que ha creado el Señor, vale la pena madrugar.











Cuando el viejecito leñador regresó a su rancho, con su haz de leña, emocionado relató a sus nietos, la conmoción que experimentó esa mañana en Altamira, cuando contempló la pareja de hermosos venados. Los nietos se encargaron de propagar el acontecimiento entre sus amigos del pueblo. Noticia que llegó hasta oídos de cazadores de una vecina ciudad.



Un domingo, de madrugada apareció un vehiculo todo terreno, con los siniestros tramperos y su jauría de perros; iban por la pareja de venaditos de Altamira. Sin siquiera cazarlos, ya se habían repartido: la piel, las astas y por supuesto la carne. Su voracidad y rapiña era tanta o más de la que caracteriza a las hienas que merodean en el parque Nacional de Serengeti en Tanzania. No tendrían comparación con los leones, pues estos atacan por hambre, por sobrevivir, mientras que los cazadores matan por el repugnante placer de exterminar.



Para evadir la guardianía de la finca, tomaron la carretera que conduce a San Marcos; a la altura de la aldea Rancho Bojon, estacionaron el vehiculo, bajaron a los perros, cargaron sus rifles, y con la ayuda de un poblador se dirigieron a Altamira en donde les habían informado que deambulaba la pareja de venaditos.



Después de caminar por espacio de una hora, por agrestes senderos, los cazadores y su guía llegaron a Altamira, en donde los mansos venaditos pacían seguros y felices. Al olfatearlos, los perros empezaron a hacer lo que sabían hacer: perseguirlos. La pareja de cazadores estaban felices, el viaje no había sido inútil. Una mefistofélica felicidad se dibujó en sus rostros, su amenazadora mirada destellaba fulgores de ojeriza, encono. En sus malevos ojos se advertía el odio y al mismo tiempo el placer por matar.



La pareja de venaditos al escuchar los ladridos de los perros, empezaron a correr, sin embargo la hembra no mantenía el ritmo de velocidad del venado, porque estaba preñada, le faltaban escasos días para parir. Las pezuñas de los venados estamparon huellas de su fuga; las ardillas dejaron de jugar, percibían temerosas el fatal destino de sus vecinos. Los pajaritos enmudecieron, seguían atentos la huida impetuosa de sus amigos los venados. La estampida de los perros y los gritos de los cazadores agredían la quietud del bosque.













El venado macho logró huir, se internó en la espesura de la montaña; mientras la venadita resollaba fogosamente; no logró escapar de sus perseguidores. De pronto en la tranquilidad de la montaña, se escucharon ensordecedores escopetazos. La venadita se desplomó mortalmente herida. Cuatro balazos pusieron fin a sus felices días, cuando en compañía de su pareja, recorría los bellos parajes de Altamira. Nunca mas volverían esas frescas mañanas en donde desde un panorámico alcor contemplaban el amanecer. Para la pareja de ciervos, eran las alboradas, los momentos más felices, algún día esperaban observar la refulgente aurora en la feliz compañía de su cervatillo. La mirada fija de la cierva, ya insensible, parecía querer descifrar porque el hombre poseía tan irracional odio hacia ellos, que no les causaban ningún daño.



Al observar al infeliz animal, tirado en el suelo; los cazadores dieron jubilosos gritos. Se disputaban quien había tenido mejor puntería, uno de ellos destapó uno botella de ron, para festejar su vil proeza.



Mientras, en la espesura del bosque de Altamira, el venado macho estaba triste, le hacia falta su compañera. No comía, se veía desfallecido, no poseía el gozo de compartir con su compañera la belleza de Altamira, La elevada colina, en donde el viejecito leñador había contemplado a estos gallardos ciervos, ya no era la misma, le faltaba la mágica presencia de la pareja de venados; el viejecito, también estaba triste, percibía que habían matado a sus "animalitos".



El siguiente domingo, volvió a subir el infortunado vehiculo con cazadores y perros; es difícil precisar quienes eran quienes, Hicieron el mismo recorrido, esta vez no precisaron del traidor guía. El solitario venado pacía en el mismo lugar. Cuando escuchó el ladrido de los perros, permaneció inmutable; ni siquiera intento huir, la vida sin su compañera, carecía de objetivo. Cuando vio a los cazadores, se plantó frente a ellos, elevó el pecho, alzó la mirada al cielo, emitió un triste bramido. Se escucharon fuertes detonaciones, el venado cayó exánime. Se había cerrado para siempre otro ciclo de vida en Altamira.









Hoy, en el prominente alcor de Altamira, se puede aun regocijarse con los bellos amaneceres. La naturaleza, la vida salvaje, la fauna y flora, continúan aferrandose a su existencia. Se extrañan los ciervos cola blanca, no volverán a posarse en esa colina, ya no brindaran con su presencia la majestuosa belleza de su salvaje y enternecedora imagen.



F I N



 "¡Oh! cielos de mi patria/ ¡Oh! Caros horizontes / ¡Oh! altos montes / Oídme desde allí / El alma mía os saluda / Cumbres de la alta sierra/ Murallas de esta tierra / ¡ Donde la luz del sol yo vi ! ( Dieguez Olaverri )




JUANITA SANTOS MACARIO Y SU BURRITA TEODOMIRA
Entintado en sangre, sangre de linaje indígena; transcurría el segundo año de la violenta década de los ochentas. La fratricida lucha armada en Guatemala, estaba en su momento más crítico: secuestros, asesinatos, desaparecidos. Una hórrida conflagración en donde los dos bandos en pugna, perpetraban toda clase de desmanes, tropelías, violaciones a los más elementales derechos del hombre.



Mi patrón, don Ulysses Mezger, solía decir que, desafortunadamente Los Chalunes, brindaba el escenario idóneo para estas contiendas. Citaba al coronelito de la Gandara, de don Ramón del Valle Inclan; quien aseveraba: El tablero de la campaña debe ser la sierra, Los llanos son para las grandes masas militares, pero las guerrillas y demás tropas móviles, hallan su mejor aliado en la topografía montañosa. Efectivamente, la finca Los Chalunes, de don Ulysses, estaba enclavada en las faldas de un encumbrado cerro, poblado de tupidas montañas. Tres generaciones de Los Santos Macario, habíamos hecho de Los Chalunes, nuestro entrañable hogar. Los abuelos, como la mayoría de los campesinos que habitamos estos lares, emigraron desde la Fulgida Villa de Tejutla, a estas generosas tierras a trabajar en la recolección de los granos de café.



Los Chalunes, la integraban cinco caballerías de cafetales que se ensanchaban por ondulantes colinas, descendían por frescas y húmedas vegas; poblaban extensas planicies, a la par de frondosos chalunes, que brindaban fresca sombra. Otras dos caballerías, constituían un bosque húmedo, que trepaba hasta la cima del cerro Sacuchum; eran retirados lugares por donde don Ulysses, gustaba adentrarse montando su caballo: General Lee, un hermoso alazán dorado, imponente ejemplar de la raza Holstein, con crines blancas. Se me figuraba a Tigre, el caballo del mítico cowboy Roy Rogers. En los Chalunes el patrón, criaba equinos de esta raza, importados de Virginia, en el sureste de Estados Unidos. Regios cuadrúpedos, que además del excelente grano de oro, eran el orgullo de la finca.





El patrón, don Ulysses, era un exitoso agro empresario, hijo de emigrantes alemanes, oriundos de Rostock, en el sureste de Alemania, cerca del mar Báltico. Además de los Chalunes, poseía otras fincas cafetaleras; era también uno de los principales exportadores de ajonjolí. Su trato era obsequioso y afable. Su porte corpulento, pelo blanco como el algodón; lucia un voluminoso vientre, de manera que para sujetarse los pantalones usaba tirantes de cuero. Los niños de la finca decían que se parecía a Santa Claus, y no estaban herrados, pues el patrón era considerablemente generoso; los colonos de los Chalunes gozábamos de las mejores prestaciones laborales de la región; se interesaba por nuestro bienestar, por nuestra salud, y seguridad.



Todo era calma y concordia en los Chalunes; hasta el infortunado día, cuando la guerrilla se instauró en nuestra montaña; parajes que brindaban un estratégico contexto para su lucha insurrecta. Contra la voluntad de don Ulysses, también se posicionó en nuestro vecindario, el teniente Evaristo Poroj, con su piquete de soldados, los prepotentes pintos. De la noche a la mañana nos convertimos en el relleno del emparedado de dos inconciliables grupos. El teniente Poroj, era un hirsuto y lampiño quiche de Nebaj; renegrido como sus sentimientos. Abusivo y taimado como si fuera el mismísimo Ministro de la Defensa. Si trataba con enfado y prepotencia a sus subalternos; a la población civil de la finca nos trataba como si fuésemos un hato de picaros.









El domingo 4 de octubre, tradicionalmente se celebraba en Los Chalunes el cumpleaños del patrón y el día de San Francisco. El temido quiche Evaristo Poroj, intentó cancelar la festividad. Alegó que en la finca no podía haber demasiada concurrencia, por cuestiones de seguridad; al estar cerca una trinchera guerrillera. El patrón, montó en cólera, y comentó:



- Este chafarotillo de pacotilla se esta creyendo un Jorge Ubico, para venir a instituir toque de queda y estado de sitio a su antojo. Pues, no hay tales, hablaré con el comandante de la brigada de San Marcos. Festejaremos el Día de San Francisco, como todos los años.



La festividad la celebramos con alborada, misa, almuerzo y baile, Vino a tan alabada ocasión el señor Obispo de San Marcos; amigo del patrón, a oficiar la eucaristía.



Ese recordado 4 de Octubre, en la iglesia de la finca, no cabía una aguja, hubo necesidad de poner un enorme toldo de lona en el atrio. La iglesia parecía al Arca de Noe, pues todos llevamos nuestras mascotas, y animalitos para que los bendijeran. Aprovechando la venida de Monseñor, hice mi confirmación; recién acababa de cumplir mis 16 años, ocasión que aprovechó mi abuelito Pablo, para traerme un primoroso regalo, desde la aldea Palin, de Tejutla. Tras un largo y agotado viaje me sorprendió obsequiándome uno de sus más preciados tesoros: una encantadora burrita, corta de alzada, de grandes ojos, pelaje café, testaruda como el Evaristo, y con unas enormes orejas como las de Jumbo. Me senti inmensamente feliz con mi burrita. La adorné con un collar de cipres y flores silvestres, la cepillé escrupulosamente, la llevé al atrio de la iglesia para la bendición.

A Monseñor le hechizó mi pequeña Teodomira, sonriendo me preguntó:



- ¿ Como se llama?

- Juanita Santos Macario, le respondi.

- Te pregunto por la borriquita

- Ah, se llama Teodomira

- Y de donde sacaste ese nombre

- Es en honor a mi abuelita que así se llama, es bajita y testaruda igual que mi burrita.

-

El obispo, sonrió y le roció agua bendita.

Teodomira, era mi Land Rover, todoterreno, me montaba en ella, íbamos a la vega del rió a traer hojas de maxan, para los tamalitos. La llevaba al pueblo a vender limones y naranjas. En tiempo de cosecha, le cargaba los sacos de café que recolectaba. Mi papá, que en las tardes se dedicaba a la carpintería, me la pestraba para ir a Sacuchum Dolores a traer madera. Las veces que don Ulysses me veía cabalgando con Teodomira, se sonreía y exclamaba: ¡Adiós, las dos!. Me recomendaba no internarnos en la espesura de la montaña, estaba latente el riesgo de tropezarnos con los guerrilleros.



Una mañana salimos con Teodomira a traer pacayas a la montaña, de repente encontramos al teniente Poroj, acompañado de sus soldados. El igualado, me empezó a cortejar, violentamente me bajó de la burrita, con aviesas intenciones, Me tiró al suelo; el ajustado pantalón vaquero que llevaba, ofreció alguna dificultad para sus malvados fines. Berree, clamé a Dios. Me pareció que tenía encima una feroz bestia del averno, su rostro por la lujuria cobró un semblante apocalíptico; era un hórrido monstruo salido de las cuevas de Nebaj. Senti desfallecer, en medio de mi desesperación vi tras el infame Evaristo Poroj, al General Lee, con su corpulento jinete; era mi ángel de la guardia, el patrón don Ulysses Mezger, quien empuñando su rifle Winchester, con su grave voz teutona, gritó:



- Imbecil, deja a la muchacha, estas mancillando el uniforme y las insignias que llevas, injurias la bandera de Guatemala que portas pegada al brazo. Hijo de…



A raíz de este incidente, del que salí bien librada gracias al patrón, logramos que los pintos, se trasladaran al pueblo, además al teniente Poroj, lo trasladaron a otro destacamento.



Al abandonar los soldados Los Chalunes, surgió un nuevo problema, los facciosos al ver despejado el panorama, pasaban frecuentemente por la finca en busca de víveres. Un viejecito del pueblo, les transportaba sus provisiones a los Chalunes en un destartalado picop; de allí los subversivos las subían sobre sus espaldas a su campamento en la montaña.



Más de alguna vez, los insurrectos me han de haber visto en la montaña con Teodomira. Una mañana dominical, el picop de don Eufemio les transportó su avituallamiento; tocaron la puerta de nuestra vivienda. Mi papá, que atendía la carpintería, salió a abrirles, el que parecía el comandante le dijo:



- Hola, compañero, venimos a molestarlos, tenemos que transportar nuestros víveres, arriba de la montaña, creemos que si colaboran y simpatizan con nuestra causa – que así tiene que ser, pues estamos luchando por ustedes- deben de prestarnos su burrita, para que se nos facilite el acarreo de nuestros alimentos. Si no cooperan, lo tomaremos como un desaire a nuestra lucha, y se meterían en problemas. Mañana temprano, tendrán a su burra atada a este limonero.



Ante tal amenaza, no le quedó a mi papá otra alternativa que proporcionarles a Teodomira, Ese domingo estuve muy triste, extrañaba a mi burrita, pensaba que le estarían haciendo, como la tratarían. Desde ese domingo, mi papá, vivía temeroso que algo pudiera sucedernos, pues mucha gente se daba cuenta que Teodomira se había – contra nuestra voluntad y deseo- incorporado a la lucha insurgente. Papá, consultó con el patrón, don Ulysses, quien prometió hablar con el comandante de la zona militar en San Marcos, y enterarlo que a nuestra burrita la habían tomado sin nuestro consentimiento.



Un infausto jueves de diciembre, llegaron a nuestra casa, soldados y nos dijeron que les entregáramos a Teodomira. Simularon cargarla con víveres y la siguieron. Mi burrita que ya conocía el sendero y la ubicación del campamento insurgente, cándidamente condujo a los soldados al reducto enemigo. A las 3.00 de la tarde, Los Chalunes, se había convertido en lo que parecía una aldea de Viet Nam. Helicópteros artillados sobrevolaban la montaña, escupiendo sus mortíferas ráfagas de metralleta; en la montaña repercutían los disparos de los fusiles; el trepidar de las granadas de mano estremecía la quietud de la montaña; mi pobrecita Teodomira en medio de ese fragor, de ese barullo bélico. ¡ Pobrecita, mi burrita !. Don Ulysses, nos llamó y nos refugiamos en la bodega en donde estaban almacenados los sacos de café, que nos sirvieron de trinchera.



Jamás había visto al patrón, temeroso, su rostro se percibía mas blanco, sus manos trémulas; súbitamente empezó a clamar a Dios, y todos nosotros sus trabajadores, lo secundamos. A las 5,00 de la tarde cesaron los disparos; dos gigantescos helicópteros con el emblema de Cruz Roja, sobrevolaron, casi sobre nuestras cabezas, el ruido de los motores y el viento de las aspas, nos infundió mas miedo. De pronto, las enormes y ruidosas aeronaves aterrizaron en los patios de café, a escasos metros de nosotros, mientras otros dos helicópteros artillados, cubrían el traslado de heridos, amputados, y según decían: muertos.

Serian las 6.00 de la tarde, ya oscurecía, no nos atrevíamos a abandonar nuestro improvisado refugio; jamás habíamos presenciado en primera fila un combate. Repentinamente nos encontramos inmersos en plena guerra; el terror y horror de esta conflagración se había instalado sin previo aviso en el patio trasero de nuestras casas.



Por fin despejaron los helicópteros con su cargamento de heridos, y quizás algunos cadáveres. El Patrón, consultó con el coronel a cargo de la operación; un rollizo cuarentón que apenas cabía en su uniforme camuflajeado. El militar le sugirió que podríamos irnos "tranquilamente" a nuestras casas.



Ya en nuestro rancho, esa noche no comimos, y mal dormimos, extrañábamos a la testaruda Teodomira, nos preguntábamos que seria de nuestra burrita, que se había convertido en parte de nuestra familia. La noche del domingo siguiente, apareció sigilosamente mi primo Jonathan, que supuestamente se había ido a la capital a trabajar en una maquila. Nos sorprendió indicándonos que lo había reclutado la guerrilla, nos relató con lujo de detalles los pavores del enfrentamiento en la montaña de los Chalunes, ambos bandos habían sufrido considerables bajas.



Nos expresó que su campamento estaba ahora ubicado cerca del Boquerón, en Esquipulas Palo Gordo. Le pregunté si sabia que había pasado con mi burrita. Con pena, me contestó.



- Tu burrita Teodomira, sin proponérselo armó este jaleo, cuando empezaron los balazos, la borriquita se asustó, empezó a correr locamente. Para infortunio de ella, pisó una bomba claymore, de las que resguardaban el campamento y pasó a mejor vida.



La apacible vida a la que estábamos habituados en la finca, ya no fue la misma. Vivíamos tristes por Teodomira. Una tarde llegó a nuestro rancho, don Ulysses, por su elevada altura, tuvo que agacharse en nuestra puerta. Nos reunió a todos, y con tono grave nos anuncio:



- He estado muy preocupado por ustedes, involuntariamente se han visto implicados en ambos bandos. Cualquiera de ellos, puede vengarse. De manera que los trasladaré a La Estancia, mi otra finca en Parramos, cerca de Antigua, Guatemala. Irán con otros nombres, aquí diremos que se van a trabajar a una bananera en Chiapas. No cuenten nada ni a familiares, ni amigos



Un domingo de abril, de madrugada se estacionó frente a nuestro rancho, el camión Mercedes de la finca, lo cargamos con nuestras escasas pertenencias: los roperos hechos por mi papa, nuestras camas. Yo viajé en la carrocería, acompañando a mis dos perritos: el Chunchin, y Goyito. Me hacían compañía, mi lorito Arturo y mis dos periquitas Mariquita y Beba, eran mis preciados tesoros, después de haber perdido a Teodomira. Cuando el camion arrancó, sentí que dejaba toda una vida en Los Chalunes, todos lloramos, mis papas, mis hermanitos. Nos habíamos acostumbrado y amábamos todos los rincones de la finca: sus cafetales, sus vegas, el río, las montañas, su gente, amistosa, solidaria, sencilla y humilde. En ese momento percibí que me estaban arrebatando diecisiete felices años, todo por una lucha estéril e inútil; bandos antagónicos en cuya lucha, nosotros los desheredados y pobres poníamos los muertos.



Aquí, en la finca La Estancia, cerca de Antigua, Guatemala; hemos hecho nueva vida, tenemos otras amistades. Don Ulysses para atenuar mi tristeza me obsequió una potranquita Hosltein, a la que le pusimos Canelita; me he convertido en una experimentada amazona. Por la cercanía a la ciudad colonial, hemos mejorado nuestro estilo de vida; los muebles de mi papa, son muy solicitados. Los fines de semana asisto a la Universidad en Antigua, estoy por graduarme de Trabajadora Social. Sin embargo, por las tardes, después de nuestras labores, nos embargan sentimientos de nostalgia por todo lo que dejamos allá, en un lejano y arrinconado lugarcito de San Marcos, llamado los Chalunes. Don Ulysses ya no monta caballo, se mantiene aquí en La Estancia, ocasionalmente viaja en Helicóptero a mi querido y extrañado lugarcito, ese apartado rincón, en donde vi la luz primera: Esa ubérrima, exuberante y entrañable costa de San Marcos, en donde Teodomira y yo hicimos tan buenas mijas.





FIN





Relato dedicado a la memoria de don RICARDO OCHOA ROBLES, abuelo del autor, con quien disfruto los años dorados de la caficultura de Guatemala, en esas fecundas, exuberantes y paradisíacas tierras de San Marcos; en donde crece, abunda y se cosecha el aromático y exquisito café que es orgullo y lucimiento de la republica de Guatemala.